miércoles, 17 de febrero de 2010

24/11/08.txt

Quiero conducir un coche fantasma en una carretera sin nombre. No voy a tener prisa, pues no me espera nadie. Tampoco me perderé nunca, ya que no voy a ninguna parte. Sólo espero de ese trayecto (que es la vida misma) tener más alegrías que penas, más amigos que enemigos, y preferiblemente poder compartir las lágrimas a envidiar sonrisas de otros. Quiero que ese viaje sea algo que no acabe nunca, que sea un camino que no sea necesario andar para recorrerlo, quiero hacer muchas paradas para descansar, respirar y seguir viviendo. Paso a paso, con mucha calma y siempre deseando seguir. Saber que aún no sé quién eres, pero tener la certeza de que ese camino pasará por ti.

sábado, 9 de enero de 2010

Songwriter (1)

Como cada viernes, me lancé a buscar algún local con algún concierto. Un concierto de esos en los que toca cualquier guitarrista amateur, y que sueña con, algún día, tocar ante un público mayor que los de aquellas salas. Con vender discos, con algún día ver su nombre en las listas de los más vendidos. Realmente yo ya creía haberlo visto todo, ninguno era distinto del anterior, todos pretendían lo mismo, todos querían conseguirlo demasiado deprisa. En raras ocasiones había visto tocar dos veces al mismo, no porque no me gustaran, si no porque desistían enseguida al no ver el éxito abalanzarse sobre ellos. Me entristecía porque eso no era amar la música, aquello tenía un objetivo más ambicioso que el de crear melodías con los dedos, o el de cantar poesía.

Yo, ilusa de la vida (nací así y me temo que así moriré, soñando con un mañana mejor), nunca dejé mi costumbre de, cada viernes, adentrarme en aquella calle donde cada 3 metros había un garito del cual surgía música de su interior. Me dejaba guiar por el azar, y cada semana me adentraba en uno. Si el artistilla en cuestión era bueno, incluso llamaba a algún amigo, y si era muy bueno, me quedaba allí sola, para no estropear la música con conversaciones tan triviales a las que últimamente estaba tan acostumbrada. El procedimiento era el mismo si el chaval (hablo en masculino porque las féminas no prodigaban aquellos locales, ¿sería yo la única chica a la que le gustaba llevar la guitarra debajo del brazo?) no era un genio, la música nunca es mala, la música siempre es música, y la música nunca se rechaza. También me entristecía (sí, me entristezco con demasiada facilidad) ver a la gente levantándose del local, y ver la amargura reflejada en los ojos del cantautor de turno, que sólo quería enseñarnos la canción que había compuesto un domingo de resaca. Cuando eso ocurría, normalmente el chico me miraba a mí, y yo le dedicaba una cálida sonrisa, y con la mirada le instaba a continuar, para que supiera, que yo sí le escuchaba, y que no me iba a ir. Me hubiera gustado tener a alguien que me mirara así cuando tocaba la guitarra.

Aquella noche, era una noche muy, muy fría. La más fría en años, yo al menos no recordaba una así. Había oído en clase que el hombre del tiempo había dicho que no tardaría en nevar, y yo me preguntaba que cómo narices no había nevado ya, si aquello parecía el polo norte. Me iba escurriendo por la calle, las aceras estaban heladas (o mis zapatillas demasiado gastadas). De nuevo estaba en el principio de aquella calle, con todos aquellos locales albergando nuevas promesas de la canción, que nunca llegarían a nada. Era triste? Puede ser. Por qué iba allí, con esa asiduidad? Quizá allí, sentados en esas sillas de aquellos escenarios, con la guitarra en ristre, y en su mirada llena de ilusión, encontrara la esperanza que yo había perdido hace mucho tiempo. Avancé sin muchas ganas, últimamente no tenía ganas de nada. ¿No os ha pasado nunca? Sentir que las hojas del calendario van cayendo, sentir que las estaciones se suceden sin contemplación alguna, pero que tú te vas quedando estancado. Así me sentía yo, a la par que descorazonada por no haber alcanzado todas esas ilusiones con las que tanto soñaba cuando, aún sin querer reconocerlo yo, era una simple niña.

Pasé por delante de las puertas entreabiertas de varios locales, no escuché nada destacable ni encontré ningún cartel que me llamara excesivamente la atención. Quizá esa no fuera mi noche. Llegué al final de la calle sin ningún resultado resaltable, esperé a que el semáforo cambiara, y crucé de acera. A ver si tenía más suerte. Seguí pasando por delante de varias puertas y mi desazón iba aumentando progresivamente. Pero qué cojones era esto? Mi estado anímico no era el propicio para irme a dormir temprano, no era el propicio para tumbarme en la cama a escuchar la radio. Y allí estaba, parada frente al cartel que había pegado en la puerta del último local de aquella calle. Se trataba de un cantautor que al parecer ya se había movido bastante por algunos locales y tenía una cierta fama entre el mundillo aquél. Yo conocía aquél mundillo bastante bien (al menos de eso sí estaba bastante orgullosa), pero no había oído nunca hablar de él. Hacía demasiado frío y desistí de la idea de volver a recorrerme la calle en busca de una mejor opción, así que movida por los 3ºC de aquella noche de Diciembre, y, por qué no decirlo, la curiosidad, pasé a ver qué ofrecía aquél chico de expresión tímida de aquél cartel.

Fuí bajando las escaleras con cuidado, estaba oscuro y no conocía bien aquél lugar, sólo había estado un par de veces antes. Poco a poco, según avanzaba, iba oyendo una voz suave, profunda, clara, de un chico de alrededor de 24 años, que una vez crucé la puerta, pude observar que tocaba una guitarra acústica negra. Busqué una mes para sentarme y ver cómo aquél chico, que a pesar de parecer de tener soltura y desenvolverse bastante bien, acabaría -supuse- rendido como tantos otros, y dejando la guitarra cogiendo polvo en algún rincón... como hice yo.

Me acomodé en una mesa que estaba bastante arrinconada, pero que ofrecía una buena vista del escenario, y me permitía el contacto visual directo con aquél chaval. Cantaba bien, jodidamente bien, y la guitarra emitía un sonido tan agradable como no había oído en muchísimo tiempo. Sus letras eran de esas que llegan al alma, de esas que te sacuden por dentro sin que te des cuenta, de esas que te hacen que se te salten las lágrimas sin que tú lo notes, y que al notarlo ni te avergüences, porque es algo que en ese momento te parece natural. Y entonces se crea una conexión entre tú y el que toca la canción, una conexión que sólo vosotros dos sabéis, y que sólo alguien que sabe vivir la música puede entender. Eso me pasó a mí, que llevaba demasiado tiempo escondida tras un disfraz de piedra. Aquellos acordes provocaron que mi corazón latiera más deprisa, que mis ojos se humedecieran, y que, de repente, recordara lo que era estar viva. De pronto entendí que sentir tristeza no era malo, de pronto supe que lo bueno se acaba, pero lo malo también, también comprendí, sin querer, que nunca había estado sola. Y que mientras haya una guitarra que suene, nunca lo volvería a estar. Acabó aquella canción, y el chico hizo el ademán de levantarse de la silla. Supuse que era la última canción, y que aquél chico no era más que el que entretenía al público hasta el que el artista principal llegara.

Un hombre surgió de las sombras del backstage y susurró algo al oído de aquél chaval de pelo alborotado. Imaginé que el que tocaba después llegaría tarde, y le estaba pidiendo que tocara otra canción o dos. Sin saber muy bien por qué, me alegré muchísimo, y apoyando mis codos en la mesa, y a su vez la cara entre mis manos, me limité a disfrutar de la música que aquél chico desconocido me estaba regalando. La siguiente canción trataba de la historia de una chica que quería vivir la vida ella sola sin preocuparse de nada más, pero que por dentro estaba rota porque no tenía a quien abrazar por las noches. Algo se enredó en mis tripas, un nudo se fue formando en mi garganta. Aquél desconocido había clavado sus ojos tristes en los míos. Parecía como si sólo estuviera cantando para mí. Parecía como si estuviera susurrando aquella letra en mis oídos. No le había visto en mi vida pero tenía la sensación de que éramos casi la misma persona. Me incomodé (soy así de imbécil) y aparté la vista. Me centré en mirar el café, ya frío, que me estaba tomando, y seguí, ausente, como iba sonando aquella canción. A pesar de eso, sentía sus ojos clavados en mí, sentía su mirada recorriéndome, estudiándome detenidamente. Estaba a punto de irme, cuando aquella canción recitó "...el miedo a encontrar lo que buscas...", y de nuevo sentí que me lo estaba diciendo a mí, y una fuerza inexplicable me ató a aquella silla.

...

jueves, 26 de noviembre de 2009



Ojalá la vida fueran sólo estas pequeñas cosas,
ojalá el mundo existiera sólo en esta habitación.



Tristemente... no es así.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Me sobran motivos pero me faltas tú sobre la cama...

De haberlo sabido
no hubiera dado todo en un principio
no hubiera sido la noche en tu espalda
ni congelándote de frío.
De haberlo sabido
me hubiera ido sin decirte nada
no hubiera sido tan duro contigo
no hubiera habido corazón en la garganta
Peor que el olvido
fue frenar las ganas de verte otra vez
peor que el olvido
fue volverte a ver
Me sobran Motivos
pero me faltas tú sobre la cama
y ahora que las calles están llenas de bandidos
cuando necesito de tu madrugada
cuando ya te has ido
cuando me parte en dos de una tajada
no hubiera dudado en quedarme contigo
de haber sabido que no me esperabas
Peor que el olvido
fue frenar las ganas de verte otra vez
peor que el olvido fue volverte a ver.


miércoles, 4 de noviembre de 2009

~

Ibas en el coche, parecías ausente, perdida en el mar de luces de la ciudad. Yo conducía con un ojo en la carretera y otro en tu cuello, que latía dulcemente y quedaba al descubierto tras echarte el pelo hacia un lado. Sé que sabías que te estaba mirando, y sé que te gustaba que lo hiciera. Aunque a veces casi me hacías creer que estabas ausente de verdad, y que te olvidabas de mi presencia. Eso me hacía sentir bien, me hacía notar que confiabas en mí tanto como para descubrirte de ese modo, como para mostrarte tan débil ante mí. De repente clavaste tu mirada en mis ojos, me pillaste mirándote de reojo. Sonreíste.

- Me siento tan estúpida a veces...

Qué gracia, yo acababa de sentirme estúpido hacía unos segundos. No me dió tiempo a responder.

- Oye, tú no cobrarás derechos de copyright, no?

¿A cuento de qué venía eso? Me dejó totalmente desconcertado, solía hacerlo a menudo. Ella tenía esa capacidad sobre mí, entre otras muchas. Ante mi cara de sorpresa, soltó una silenciosa carcajada, y volvió a mirar a la calle, a fijar sus ojos en el infinito, sin quitar esa melancólica sonrisa tan suya, de sus labios.

Esperé el tiempo necesario, sabía que ella no daba puntadas sin hilo, y que terminaría lo empezado. Miedo me daba lo que aquella chica pudiera soltar en cualquier momento. Qué loco me tenía... y lo malo, es que ella lo sabía.

Estaba yo en mis divagaciones sobre el tiempo y el espacio, que nos separaban y nos juntaban respectivamente, y en el por qué de muchas cosas, cuando volvió a espetarme:

- Pues espero que no tengas.
- ¿El qué? - por fin conseguí decir algo, aunque fueran esas dos palabras sin sentido.
- Copyright - Y volvió a reírse, marcando en su cara esos hoyuelos que tanto me gustaban. Empezaba a ponerme de los nervios. No sabía si esperar a que terminara de hablar o aparcar en cualquier sitio y callarla a besos, aún hoy me pregunto qué sería eso tan especial que emanaba aquella chica.

- ... Porque yo no tengo mucho dinero, y llevo varias noches soñando contigo.

Me lo dijo con un destello de ternura en los ojos, con un volumen tan bajo que apenas pude oírla, no sabía si se estaba riendo de mí o me estaba pidiendo a gritos que la quisiera. Simplemente, aquella noche, fuimos la persona más feliz del mundo. Sí, sí, la persona, porque dejamos de ser dos, aunque sólo fuera por unas horas.

sábado, 31 de octubre de 2009

Ahora tendré que salir a buscarme...

...Alquien que me arranque de cuajo la pena;
De alguna manera tendré que olvidarte,
tengo que olvidarte de alguna manera.




Escucho esa canción y me imagino sentada en el marco de alguna ventana que jamás ví, en un piso de alguna calle que jamás pisé, viendo los coches pasar. Me veo pensando en alguien que jamás toqué, en alguien que no conozco, y a pesar de ello no logro sacar de mi cabeza. Siguen sonando los acordes y me imagino recordando las lágrimas que derramé años atrás por empeñarme en perseguir imposibles, por no querer asumir que la realidad es lo que es, por no rendirme a aceptar que el destino no existe, y que si existe, no se ciñe a mis deseos ni esperanzas. Me veo recordando las veces que sentí el mundo caer a mi alrededor y dejar todo en ruinas, todas las veces que deseé no seguir aquí, todas las veces que creí que no había nada más por lo que seguir. Me imagino también recordando las risas, los chistes malos que tanto me gustan, las veces en las que me quedé quieta, sentada en la mesa, mientras veía a mis amigos saltar de un lado para otro. Me imagino riéndome al recordar lo tonta que he sido siempre, y me imagino soltando una triste carcajada al darme cuenta de que, a pesar de todo, siempre seguiré siendo la misma tonta.

Ahora tan sólo lo estoy imaginando, simplemente suena una canción y mi mente echa a volar. No me gusta el mundo que me rodea, las leyes no escritas que se me imponen sin razón alguna, las obligaciones, los horarios, las normas sin sentido que -supuestamente- su cumplimiento o no nos determinan el grado de madurez.

Cambio de canción...



Caminos, autopistas,
semáforos en verde...


Ahora me imagino en un mundo en que, a pesar de que nada haya cambiado, sienta que tengo el control de mi vida, que el viento me da en la cara y que puedo llenar los pulmones de aire y no ahogarme, sentir que no me asfixio en las cuatro paredes de una habitación, que no estoy atada con unas cadenas invisibles que me impiden ser yo. Me imagino paseando por una calle que no sé si ha inventado mi mente o que sí existe y está, allí, esperando a que yo la pise y vaya haciendo el tonto por el bordillo tarareando una canción. Me imagino dando vueltas a una misma manzana mientras chispea y se me moja el pelo, y, por despistada, piso los charcos, pero entonces no tendré a nadie que me diga que eso no está bien, que eso es de locos. La canción suena... Me hace pensar en una imagen de mí misma, con los auriculares puestos, ajena al vaivén de la ciudad, sentada en cualquier autobús mirando por la ventanilla.

Claro... No puede ser que todo sea bueno, si quito la canción, la puta realidad se me viene encima. Me imagino simplemente, como hoy, como ayer, como mañana, como el mes que viene. Sentada en otra silla, escribiendo encima de otra mesa, mirando la pantalla de otro ordenador. Puede que nada sea igual, pero nada será distinto. Posiblemente, pasearé por esa calle, lloverá, tararearé una canción, y echaré de menos alguien que lo entienda. Alguien que al verme sonría y le palpite el corazón más rápido de lo normal. Mi pelo se mojará bajo la lluvia, pisaré los charcos por despistada, pero no habrá alguien que se ría de mí por vivir en la Luna, ni habrá nadie que quiera vivir en la Luna conmigo. Escucharé mil canciones en las mil veces que miraré por la ventanilla del autobús, pero no podré apoyarme en el hombro de quien tenga al lado cuando el sueño venga a por mí.

Cuando por la noche quiera mirar al cielo, las estrellas no lo entenderán, pero sin unos ojos al lado mirándolas conmigo, no será lo mismo. Cuando desee abrazar a alguien, sentir el calor de alguien, querer y ser querida. Cuando la soledad me abrume y no tenga con quién compartirla...

Cuando quiera contarle a alguien que un día yo escribí esto, ¿a quién lo haré?

viernes, 30 de octubre de 2009

Octubre

Miro por la ventana, es casi noviembre y el cielo está despejado. La temperatura es, cuanto menos, agradable, y el abrigo sigue en el armario. Me gusta que llueva, ver la lluvia repiquetear en las persianas y disfrazar los cristales con pequeñas motas transparentes de agua. Me gusta ver a la gente correr tapándose la cabeza... Me río, porque ellos corren... Como si más adelante no lloviera. También observo cómo el agua discurre por las calzadas y se pelea por colarse entre las rendijas de las alcantarillas. Me gusta cuando llueve y apenas se ve el otro lado de la calle de lo copiosa y opaca que es la cortina de agua.

Tres días antes de llover, el cielo está limpio, azul, de terciopelo. Dos días antes las nubes se agrupan y parecen pequeños borregos pastando en la tierra azul celeste. Horas antes de llover, el aire se revoluciona, las nubes se oscurecen, se hace de noche. El viento sopla fuerte, me gusta cuando me enreda el pelo y me da en la cara. Minutos antes, llega la calma. Y entonces el cielo llora. Llora mansamente.

Las nubes, tristes por su destierro en el cielo, por su condena a mirar las alegrías, las penas, las risas, las palabras que se lleva el viento, el amor, la amistad, el odio, sin más opción que bañar todas esas cosas con su frío llanto. Las nubes se ponen grises, se visten de tristeza, y nos hacen llegar su melancolía en forma de gotas. Gotas que cada vez caen más rápido, porque, las nubes, igual que nosotros, una vez empiezan a llorar no pueden parar.

Después de la lluvia, el viento vuelve a soplar, pero esta vez mansamente; no me enreda el pelo, lo agita y mece, y acaricia cada rincón de cada calle, como queriéndose llevar la tristeza derramada por el cielo, allá en su cárcel de estrellas. Las nubes, desahogadas, empiezan a separarse, y vuelve a llegar el día. Hasta nosotros llega un olor que nadie puede confundir: el olor a lluvia. El olor a hierba fresca que se puede respirar incluso en plena urbe, el olor a vida. El olor a tierra mojada, fruto de la tristeza, de lo gris.

Lo más bello que le puede ocurrir a alguien es ver llover, e imaginar que las nubes, en su pena, nos regalan sus lágrimas para que el viento luego roce nuestra cara, aspiremos hondo, y nos sintamos vivos.

Hoy, es treinta de octubre de dos mil nueve, en pleno otoño, y hoy, hizo calor. Nos empeñamos en hacernos daño, en vivir deprisa sin oír el latido de la vida que nos envuelve. Hoy la gente agradecía el buen tiempo un treinta de octubre de dos mil nueve.

Yo... Sólo quiero que llueva.